domingo, 12 de octubre de 2014

Desencuentros

María de Jesús versus Santa Teresa


  Al gesto de cerrar la última página de El testamento de María (Colm Tóibín, Lumen, 2014) le sucedió el verme, en muy pocas horas, en la iglesia de los Carmelitas Descalzos de Toledo, escuchando la poesía de Santa Teresa de Jesús "Las palabras del alma"; el grupo Hijos de un Río Amargo, (Consuegra, Toledo) para rememorar el aniversario de su muerte (4-10-1582). Era el prólogo de los actos previstos por el quinto centenario de su nacimiento. Sentado en la bancada con filigranas de madera y reclinatorio frente al altar sentí emociones contradictorias a medida que transcurrían los versos de cohetáneos de la Santa aderezados con música de tal época.
"Hijos de un río Amargo",
 en el convento de los Carmelitas (Toledo)
   A la desazón, y al mismo tiempo conciliación, que produce chocar con las bajezas y dudas que Tóibín dibuja en la conciencia de una María, madre de un Jesús carnal y su marabunta activista contra el poder romano y religioso judío, Teresa de Jesús desparrama pasión mortuoria por unirse con el "esposo". Frente a la huída de la vida de la María humana, la de Tóibín, en el final de sus días, cansada de la hipocresía y la locura desencadenada por los feroces trastornados que soliviantaron y siguieron a su hijo, la monja poetisa, muy versada en la musicalidad de sus textos, busca desesperadamente reencontrarse con su "amado". 
   Mientras en María la duda le niega reconocer en aquel hombre al hijo de Dios, era sangre de su sangre -y del olvidado históricamente marido-, al que abandona con la huída temerosa tras la crucifisión, avivada por los seguidores de un ídolo al que tratarán de ensalzar por encima de lo humano con hechos que ella misma recuerda dubitativamente, o los desmenuza como fruto de una locura colectiva, Teresa mantiene la certeza en que "el esposo" reconfortará la transición de esta vida de sufrimiento, confirmando lo ideado por los que trazaron la versión de aquella "Pasión" y sucesión de dogmas que la Fe ha ido construyendo durante siglos. 
   Hasta aquí, el imaginario colectivo de muchas generaciones ha percibido a la monja universal en un estado "de angustiosa perturbación. Sujeta entre Dios y el mundo, aspira a deshacerse de éste. La vida que lleva no responde a sus ansias de perfección...". ("Santa Teresa de Jesús", Hijos Ilustres de España, Andrés Revesz, Edit. Sánchez Rodrigo, Plasencia, 1956). Una reiteración literaria y de leyenda sobreabultada durante el nacionalcatolicismo y que ha ido creciendo su imagen en el ámbito literario y teatral (hasta llegar a la Teresa mortal, por fín, acusada de heterodoxa y mística por el Inquisidor, de un Juan Mayorga, Premio Nacional de Literatura Dramática 2013 en La lengua en pedazos, y que hoy iría derivada a un posible tratamiento psiquiátrico de seguir al pie de la letra sus "visiones" y percepción fragmentada, síntomas de la esquizofrenia)En la historia recontada, el momento en el que las Santa se encuentra con el sentido que da luz a su vida se produce, según Revesz, ante un Ece-Homo, en la semana de pasión, cuando lleva dieciséis años de vida enclaustrada.
La Piedad de Elche.
Imaginería católica que visualiza mensajes
muy asentados en la conciencia católica.
   Curiosa contradicción con el libro de Tóibín, donde la madre huye a ocultarse de los que le dan muerte a su hijo, dolida, muerta en sus entrañas, y de miedo. El odio desatado contra Jesús, su abandono, atormenta a esa madre que se hiere constantemente con la duda de si hubiera podido arrastrarlo de lo que le transmitieron como "inevitable". No siente, tampoco, en lo íntimo de su ser, que la muerte de su hijo vaya a salvar el mundo; cuando uno de los acólitos, se sobreentiende un apóstol que está llamado a reescribir la historia, le dice "Ha muerto para salvar el mundo y darnos la vida eterna", ella se pregunta: "¿Cómo, muriendo en una cruz?", para luego exclamar "no merecía la pena". 
   Desde Éfeso, como una refugiada política, aquella madre dibuja un universo muy distinto al de Teresa que enciende las llamas de un supuesto espíritu al visionar la cruz, el destino de su alma. Se ha cerrado al leerla, o escucharla, la aventuranza, el escrutinio de aquellos apóstoles ideólogos de un carisma, una fórmula reconfortante, un ideario político-religioso; pero también de unas sensaciones, las de Teresa, de las que no se aleja Juan de la Cruz, en llamaradas corporales encendidas a la pasión por un Dios, un Cristo, que místicamente llena los vacíos de la vida terrenal tan andrajosa y cruda.
   Entre las dos visiones quince siglos, mucha historia del Cristianismo, con una Iglesia que vive anclada al poder desde sus orígenes, y que quiebra cuerpos cuando se saltan los dogmas por una Inquisición que tiene tanto de creencias en el más allá, como ahogar posturas que debiliten el poder económico y social en el acá. ¿Qué hubiera sido del "terrorista" de Jesús y sus seguidores de haberse revelado contra el dogma unos siglos más tarde? Los judíos ya vivieron en los años subsiguientes al martirio de aquel visionario que algo muy sutil había cambiado bajo sus pies. Su ruptura desencadenaría el más importante duelo entre dos de las religiones monoteístas de un mismo Dios para los creyentes.
   La María pagana de Tóibín no es creyente ni tan bondadosa, ni siquiera inmaculada, como la diseñó la ingeniería católica, sino una mujer que duda, que sufre el miedo, que abandonó a su hijo, que no supo, no pudo, protegerlo; fue débil, o quizás otros no le dejaron por una estrategia concebida para determinado fin, y que carga con una culpa que tan sólo se irá con su muerte. Al final morirá creyendo que aquella muerte no mereció la pena. 
   Es un retrato atroz, duro, un espejo donde intuimos lo que fue durante tantos siglos, mera "comparsa", hasta que llegan a la Iglesia católica del siglo XX las "Advocaciones marianas" y su figura se engrandece de virtudes que la definen como el cuarto cuerpo de la Iglesia (José Guerra Campos (1920-1997) fue uno, un ejemplo, de los más doctos en su cuerpo teológico).
R.P. José Antonio, O.C.D.
   Teresa de Jesús busca la muerte, se ceba en la cruz como símbolo de vida, juega poéticamente, casi locariamente, con la imagen de la muerte de aquel Cristo para ella; quiere desaparecer de este mundo de sufrimiento, como también Juan de la Cruz (de quien todo el que lee o escucha sus versos desprende un imaginario de sensualidad y sexualidad). Éste último, compañero inseparable de la Teresa, entre el misticismo y el ascetismo, fue, y es en sus versos, la reconciliación con la gravitación de la existencia, el amor, la sensualidad, la trascendencia de ambos, si cabe. Es la nota de equilibrio frente a Teresa; y también reconfortante frente a la desesperación de María (cuestión que será de ver en el montaje dirigido por Agustí Villaronga con Blanca Portillo como madre de aquel Jesús del que muy pocos se atreven a publicitar un estudio definitivo de su existencia, y mucho menos en los términos de personaje que se ha erigido desde la Iglesia; puede leerse, por la documentación y la ironía en su redacción, a Juan Eslava Galán en El catolicismo explicado a las ovejas, Planeta, 2009).
   Fuera de todo dramatismo o encono por cuestiones de creencias religiosas, lo sorprendente a estas alturas es que descubrimos el esfuerzo de cualquiera de estos creadores, Tóibín, Mayorga, Eslava, Villaronga, por hacer de su arte algo profundo y estimulante intelectualmente; aunque sea para abrir la confrontación en el plano literario o de creencias. 
  Y no por menos dejaremos de deleitarnos con la sublime creación de Teresas y Juanes, y las dudas de María.

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